12.5.13

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El monstruo marítimo

Galería Mecánica. Sevilla. 25 abril  - 1 junio  2013
















La pintura de Manolo Garcés (Córdoba, 1972) mira el paisaje del mismo modo que los griegos miraban las estrellas, impregnada de un espíritu de descubrimiento continuo. Como si el punto de mira se hubiera invertido, aquello que era pertinente al arte es aquí puesto patas arriba. De manera que lo ignorado entonces conquista ahora un lugar privilegiado en el repertorio de asuntos que interesan al hecho artístico. La primera gran revolución que nos legó la modernidad consistió precisamente en esto: celebrar nuestra capacidad de producir, a partir de lo más banal, un sinfín de saberes y emociones. Desde aquel momento, el tema carecería de importancia. ¿Acaso no basta la mirada del artista para trasformar lo cotidiano y sustraerlo de la rutina de las cosas sin nombre? La segunda conquista de la estética moderna tiene mucho que ver con esta última pregunta. Y es que, desde entonces, ya no reconocemos el paisaje como un entorno salvaje cuya identidad se define por oposición a la cultura urbana, sino como la proyección cultural de una sociedad. El paisaje con el que trabaja Garcés es, de acuerdo con este enunciado, un ente poliédrico que posee una dimensión física, digamos objetiva, pero también una perceptiva y subjetiva. Funciona, así, como un entorno dinámico que se “fabrica” constantemente a través de infinitos intercambios simbólicos. En él acontece lo cotidiano y todo ese mundo de “lo normal” que tan ajeno parecía al arte de otras épocas. Un mundo que se transforma cuando descubrimos que Garcés siempre encuentra un por qué para fijar ahí su mirada de artista. Por ejemplo, una carretera, en apariencia idéntica a cualquier otra, deviene lugar cuando descubrimos que se trata del recuerdo de un viaje a Sâo Paulo. De la misma manera que una playa, que tampoco se presenta como un sitio reconocible, aterriza de lleno en nuestra retina al desvelarse como otra imagen de infancia de Garcés. Es un lugar deslocalizado pero tan sólido en su mente como el suelo que pisa. Todo ello desarrolla una premisa, nacida también con la modernidad, que se podría formular como el descubrimiento de la peculiar fuerza de la pintura. Con esta expresión, acuñada por André Malraux para hablar de la pintura de Goya, se constataba el alumbramiento de un nuevo, y más verdadero –diría Malraux-, significado del estilo que enfatizaría “el poder de una línea quebrada o de la yuxtaposición de un rojo y un negro más allá y por encima de las exigencias del objeto representado”. En Manolo Garcés esta idea, que no es otra cosa que la celebración de la autonomía de la pintura, se manifiesta con firmeza. Su obra se abre al mundo que le rodea, pero no lo representa. Más bien el artista proyecta sobre dicha realidad una capa de evocativa ficción. Este paisaje conforma, finalmente, el campo base del que parte para desarrollar un discurso plástico más íntimo; un meta-lugar superpuesto al paisaje exterior.

Óscar Fernández López

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